Así empecé

(Revista SOHO, 11/05/2009)

Al acercarse el día del alumbramiento, en el caluroso marzo de 1.960, un joven matrimonio de la ciudad de Alajuela, formado por una maestra y un empleado bancario, se trasladó a la ciudad de Grecia donde un médico hermano de ella la asistiría en el parto. A la hora más caliente, a las 12 horas del domingo 13, nací para ser el segundo hijo de mi madre Margarita Ruiz Fernández y de mi padre Francisco Dall’Anese Benavides. Me precedió mi hermana Margarita Rosa y vinieron después Marie Jeane, Eduardo, Silvia y Ana Cristina; formamos una prole de cuatro mujeres y dos hombres que dimos guerra a nuestros progenitores, quienes sacrificaron cualquier comodidad para brindarnos un hogar estable y la educación que, como lo repetían siempre: «después de un nombre limpio es la mejor herencia».
Dejé mi ombligo entre los pobladores de Grecia, pero mi infancia y adolescencia las pasé íntegramente en la ciudad de Alajuela, en una hermosa casa de altas paredes de bahareque y techo de teja –después sustituido por zinc−, con un maravilloso jardín central rodeado de corredores en voladizo; conjunto que daba sombra y ventilación para mitigar las abrasadoras tardes alajuelenses. Tras los corredores se ubicaba la batería de habitaciones y el baño; y al fondo de la construcción, al estilo de las casas de hace un siglo, un amplio comedor, la cocina, el cuarto de pilas y un patio que, en mis primeros años, me parecía gigantesco. Este último sirvió a todas las niñas y a todos los niños del barrio, para jugar tardes enteras escondido, quedó, enano-gigante, yo-yo, trompos, y muchos más, bajo las sombras de un enorme limón criollo y de un aguacate que jamás dio fruto; escenario rodeado por pompones chinos y especies de cocina.
Pero las casas de los amigos del barrio, entre las que tengo presentes a los Morera, los Arroyo, los Pérez, los Madrigal, los Ramos, los Oviedo, los Bou, los Quesada, los Álvarez, los Chacón y los Roblero, eran extensiones de mi casa y de mi patio, pues allí jugué, comí, conversé, vi televisión y hasta recibí algún regaño de los jefes de hogar. Nunca olvidaré las tardes lluviosas en casa de Jorge Arroyo, donde jugábamos a crear con madera o «tucos» plásticos, a pintar con témpera, y más tarde a dramatizar hasta formar primero el Bati-club y después el grupo de teatro del Colegio Marista. Con el paso del tiempo Jorge se convirtió en un exitoso dramaturgo, y me alegro con nostalgia por sus triunfos de hoy y por lo compartido ayer.
Fui muy activo en los Boy Scouts de Alajuela. Viví muchas alegrías en campamentos y excursiones, hice amistades que conservo hasta la fecha, y para el momento de ser nombrado Fiscal General llevaba algunos meses como dirigente del Clan 14.
Compartí mucho tiempo –maravilloso tiempo− con mis primos Manolo Ruiz (ahora «Paco» el de La Pensión) y Roberto Antonio Ruiz (el músico «Igni Ferroque»). Durante mi niñez y buena parte de la adolescencia, este último fue mi compinche de fútbol en Alajuela o en San José, o de pesca en Barranca de Puntarenas.
Cuando tenía nueve o diez años, mi padre anunció una reforma de la casa que estaría a cargo del maestro de obras Modesto Morales; allí conseguí mi primer trabajo. Hace pocos días, en el estudio del Canal 7, se me acercó un camarógrafo y me dijo «¿Francisco me recuerda?»; de momento no supe quién era, pero de inmediato se identificó como Rodrigo –hijo de don Modesto− que hace unos cuarenta años me enseñó a llevar la dirección del carretillo muy cargado de bloques de concreto, así como a mezclar cemento. No sé cuánto duró aquel trabajo, pero recuerdo los siete colones con cincuenta céntimos que me pagó papá al terminar; parecía increíble: un billete de cinco colones, una moneda de dos colones y otra de cincuenta céntimos; nunca había tenido tanta plata en mi vida, me sentía el dueño del mundo y valoraba mucho lo que me costó.
A partir de ese momento trabajé siempre en el verano durante las vacaciones de tres meses: fui empacador del supermercado Tikal, empleado de bodega de Comestibles El Hogar –cuyo propietario era mi vecino don Fernando Madrigal− y agente vendedor de tarjetas de navidad.
Tanto en primaria en la Escuela República de Guatemala como en secundaria en el Colegio Marista, no fui buen estudiante. Siempre pasaba el curso «dejando los pelos en el alambre», especialmente en matemáticas y química. Mi tiempo estuvo dedicado a jugar en el barrio, a las mejengas en el Parque Eloy Alfaro o en Plaza Iglesias, a la natación en el Club de Leones, a los Cuentos de Andersen, a los libros de Julio Verne, a las historietas del Llanero Solitario o del Monje Loco, y a ver la salida de clases de las alumnas del Colegio María Auxiliadora.
Pero en el último año de secundaria cambié y logre mis mejores notas, pues las necesitaría para solicitar el ingreso a cualquier academia. Recuerdo las extensas jornadas de estudio con Jorge Luis Montero («Ficus»), José Alberto Vargas, Javier Llobet, Julio Thuel y Douglas Calvo.
Quería dedicarme a la aviación, pero una tarde –con los hoy abogados Álvaro Sojo y Javier Llobet− fui a ver un juicio a los Tribunales de Justicia de Alajuela. Era un caso de tráfico de marihuana de Colombia y la sala estaba repleta. Me impresionaron todos los profesionales en derecho que intervinieron: el tribunal presidido por el Juez Armando Saborío, acompañado de la Jueza Dora Guzmán y del Juez Francisco Chacón; el fiscal era don Fernando Cruz y el defensor don Roberto Chacón, dos oradores de lujo. A partir de ese momento me entró la inquietud de estudiar derecho y dedicarme a lo penal.
Durante mis estudios universitarios, me desempeñé como registrador auxiliar del partido 6, cuando el Registro Público se encontraba frente a la Escuela García Flamenco. Más tarde, cuando mi padre enfermó, para morir a las seis de la mañana del 11 de enero de 1.982, me tendió la mano el abogado alajuelense Alejandro Galva Jiménez, con quien trabajé como asistente.
Debí ayudar a mi madre, y logré en 1.982 –sin graduarme como abogado− un nombramiento interino como Juez de Instrucción de Cañas, donde aprendí muchísimo del Secretario Efraín Morales. Era una época en que no había suficientes profesionales en derecho, de modo que la Corte nombraba estudiantes en cargos de judicatura. No olvido la experiencia y sabiduría de otros secretarios como don Abel Madriz y doña Vera Vargas, pero fue Efraín quien me dio las primeras herramientas para manejar un despacho judicial.
Mis años de estudiante en la Universidad de Costa Rica (1.977-1.982) son inolvidables y las amistades forjadas son entrañables. Nos reunimos cada tanto para compartir en alguna fiesta, recordar los años idos y apoyarnos en nuestros retos del día a día.

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